(Aventura de la Historia. no. 84)
Estación de ferrocarril de Pasajes, primera hora de la tarde del 23 de octubre de 1940: movimiento inusitado en el andén, con fuertes medidas de seguridad en torno a un grupo de personajes, que van subiendo al tren, un convoy especial al que se ha enganchado el break de Obras Públicas, coche de representación, que tuvo un mejor pasado en época de Alfonso XIII. En el deslucido coche toman asiento Francisco Franco, jefe del Estado, y su cuñado, Ramón Serrano Súñer, recién estrenado ministro de Asuntos Exteriores. Les acompañan el barón De las Torres, jefe de Protocolo de Exteriores e intérprete, el filólogo Antonio Tovar, que actuaría como traductor si fuera necesario; el director general de Prensa, Enrique Giménez-Arnau; el general José Moscardó, jefe de la casa militar del Generalísimo, con varios asistentes y ayudantes; Vicente Gállego, el periodista preferido de Franco en asuntos extranjeros, y algunos colegas más de la prensa. A las 15 horas, suena el silbato del jefe de la estación y responde la locomotora; el convoy arranca con fuerte sucesión de sacudidas, zarandeando a los pasajeros, y comienza a arrastrarse por el sinuoso y verde paisaje guipuzcoano.
Apenas a 20 kilómetros, en Hendaya, les espera un encuentro trascendental: Hitler. Serrano Súñer recordaría años después: “en el viaje no sucedió nada de particular salvo el normal repaso de datos y argumentos en el saloncito del break...”. Franco y Serrano tuvieron tiempo en aquel breve trayecto de repasar las relaciones del Régimen con Alemania, desde la ayuda que les había prestado durante la Guerra Civil, a las relaciones diplomáticas mantenidas durante la formidable actuación militar nazi a comienzos de la II Guerra Mundial.
Franco había quedado impresionado por el cerco de Dunkerque y de que Hitler hubiera neutralizado allí veinte divisiones anglo-francesas, causándoles 40.000 bajas, capturando otros tantos soldados y apoderándose del equipo militar de medio millón de hombres, que sólo por lo que a los ingleses afectaba ascendía a 2.500 cañones, 11.000 ametralladoras y 75.000 vehículos blindados o de transporte...
Convencido de la victoria del Eje, Franco escribió el 3 de junio a Hitler una carta aduladora en la que mostraba su admiración por la capacidad militar del III Reich que, “en la mayor batalla de la Historia”, había vencido a “los enemigos seculares de nuestra patria”. Explicaba que su neutralidad obedecía a las muchas carencias españolas ocasionadas por la Guerra Civil, por lo que, en parte, dependía de suministros aliados, pero, concluía: “No necesito decirle cuán grande es mi deseo de no permanecer lejano a sus preocupaciones y cuánta sería mi satisfacción por rendirle en cualquier ocasión los servicios que le parezcan más valiosos”. David Solar, director de La Aventura de la Historia y autor de La caída de los dioses. Los errores estratégicos de Hitler, reconstruye en este número el juego franquista durante el encuentro, en el que Franco hubo de firmar un protocolo que le implicaba en el Eje. La historia de que su habilidad nos libró de la guerra es simplemente hagiográfica. La inmensa suerte de Franco y la de España fue que Hitler, agobiado por asuntos más perentorios, cambió de planes.
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